Corre
el año 2034, el séptimo desde que acabó la tercera “Gran Guerra”. Después de
quince años de salvaje destrucción, dónde quedaron mermadas las reservas de
alimento y de más artículos de primera necesidad, la gente parece que empieza a
aclimatarse como buenamente puede a la situación.
La
represión empezó poco a poco, los ciudadanos casi no se dieron cuenta hasta que
fue demasiado tarde. El ataque fue internacional, todos los gobiernos se
pusieron de acuerdo. Comenzaron por subir los precios del alcohol y el tabaco
hasta hacerlos inaccesibles para el gran público. Pronto arremetieron elevando
el valor de los préstamos de las hipotecas, el coste del agua y la comida… Los
sueldos bajaban hasta cuotas absurdas y el nivel de vida no paraba de aumentar.
Las primeras protestas pacíficas no sirvieron de nada. El paro laboral que se barajaba en la época a
nivel mundial era apenas nulo, pues la gente trabajaba en cualquier cosa, pese
a que los sueldos que llegaban a la gente
eran irrisorios. Todo ésto, solo provocó frustración y revueltas, la
coyuntura se torno tremendamente violenta e insostenible.
Recuerdo
los buenos tiempos como un sueño, los últimos años eran más como una pesadilla,
pero también los evocaba con ese toque difuso que da la perspectiva del tiempo.
Ahora, sentada en el taburete de este tugurio, intento ocupar mi mente en otras
cosas, apartarla de la gente que perdí por el camino, de la vida que ya no me
pertenece.
Estoy
de espaldas a las escaleras, en mi lugar de siempre, sentada en el mismo viejo
taburete de madera, pero el espejo de la barra permite que no me pierda ni el
más mínimo detalle del espectáculo.
El
marco sin puerta que hay que traspasar para bajar hasta el sótano no da ninguna
pista sobre las actividades que ahí se puedan llevar a cabo. Pero si hay algo
que cualquiera sabe, es que no se puede
entrar sin invitación, una invitación que cuesta 100.000 rublos, nueva moneda
mundial. Dos gorilas armados, uno a cada lado de la barandilla se ocupan de
mantener el orden, una flecha roja de neón rojo sobre la parte superior del
marco indica a los más despistados dónde deben dirigirse.
Veo
bajar una y otra vez a tipos que desentonan con el lugar. Van bien vestidos,
con sus trajes de marca y sus zapatos caros. Su rostro refleja prepotencia y
menosprecio por cuánto tienen a su alrededor. Pero siguen viniendo, noche tras
noche. Lo que el sótano les ofrece es para ellos lo suficientemente valioso,
bien vale la pena pasar el trance de juntarse con la chusma.
De
pronto, un viejo borracho me da un pequeño codazo a modo de aviso y se sienta a
mi lado, por un momento me quedo un tanto sorprendida, hace tiempo que nadie
consigue pillarme desprevenida, pero este tipo es realmente peculiar. Lleva el
pelo largo y descuidado, de color blanco sucio, a juego con la poblada barba.
Se nota que hace días que no pisa un baño público, los únicos disponibles para
la población desde que las restricciones de agua dieran lugar a que fuera
inútil tener uno instalado en casa, sin olvidar la invasión de espacio de eso
suponía y el gasto adicional que se debía pagar a “El Concejal” por esos metros
cuadrados inservibles. Seguramente, el vejestorio, prefiere guardar los 150
rublos que cuesta la entrada al baño, que te permite tomar una ducha en buenas
condiciones y asearte correctamente,
para poder pagarse un buen trago de “Gorku”,
la única bebida alcohólica legal que puede encontrarse en la cualquier bar, taberna,
cantina o pub. Éste, se macera a base de una mezcla de frutas y críticos ácidos
y alcohol fino de 98º, el único medicamento que inexplicablemente no estaba bajo
mínimos después de la guerra.
El
viejo gira la cara completamente, mirando de frente hacia la barra, ahora que
puedo verle más detenidamente, reflejado en el cristal, me doy cuenta de que
lleva el ojo izquierdo cubierto con un parche de cuero negro. Me mira con el
ojo que tiene descubierto mientras levanta la mano para pedir un “Gorku”. Cuando empiezo a pensar que el
codazo puede que haya sido accidental, el hombre comienza a hablar:
-No
deberías ser tan descarada, chiquilla- me dice antes de apurar de un solo trago
su vaso.
-Perdone, no le comprendo.
-No deberías mirar tan fijamente hacia la
puerta. El dueño del local es un tipo duro y seguro que no le gusta que nadie
se inmiscuya en sus asuntos. Si muestras tanto interés alguien podría pensar
que eres una agente encubierta de los cuerpos de seguridad de antivicio y en este
barrio, ser de esa banda, no está muy bien visto.
Contengo
la risa, nunca me habría imaginado que nadie pudiera pensar que yo estaba a ese
lado de la ley. Ni siquiera un anciano paranoico como el que tenía al lado.
-No pertenezco a esa banda, tranquilo.
- No es tanto que pertenezcas, cómo que
ellos crean que lo haces, no sé si me explico- Continúa el hombre, no sé si
porque tiene ganas de hablar o porque por alguna extraña razón se siente
obligado a advertirme.
-De verdad, no se preocupe, no tendré
problemas en este barrio.
-Estás muy segura de tus palabras chiquilla,
podría contarte historias que te helarían la sangre sobre el dueño de éste
local. Seguro que lo pensarías dos veces antes de volver por aquí la próxima
vez.
Sin
ningún motivo, decido seguirle el juego, me intrigan las historias de las que
habla el viejo, aún temiendo, que quepa la posibilidad, que las haya inventado
él mismo, con el único fin de entablar conversación.
-Bueno, no creo que pueda ser tan horrible,
al fin y al cabo, es solo un hombre.
El anciano me mira con su ojo sano, mitad sorprendido,
mitad irritado, pide otra copa, el camarero se acerca y casi murmurando le dice:
-“Ritzo”,
ya sabes que se paga por adelantado, si quieres que te ponga otra, me tienes
que pagar la primera y luego ésta.
Por
el comentario, parece que se trata de un cliente habitual, eso me sorprende,
pues no recuerdo haberlo visto antes. El viejo se mete la mano en el bolsillo,
se le nota un tanto molesto por el comentario del camarero. Le cojo por la
muñeca con una mano, mientras con la otra, pongo un billete de 1000 rublos
sobre la barra. El hombre dibuja una mueca de incredulidad en el rostro, pero
ni de lejos protesta por la invitación.
-Cóbrate lo mío y lo de mi amigo- digo
mirando al camarero.
Éste,
parece que va a decir algo, pero antes le interrumpo con un gesto para que se
contenga. Realmente me interesa lo que el viejo tenga que contar sobre el dueño
del bar. El camarero coge el dinero y sigue atendiendo al resto de clientes que
reclaman sus servicios en otras partes de aquella cueva.
-Bueno, iba a contarme la historia de ese tipo
tan duro, ¿no?
-No es cosa de risa, chiquilla. Si quieres
que te cuente la historia, supongo que debería empezar por el principio- alza
su copa hacia mí, en forma de agradecimiento y bebe un trago. Ésta vez no se lo
termina del todo, supongo que pensando que es mejor racionar- Lo principal es
que sepas hacia dónde conducen esas escaleras. ¿Lo sabes?
-Es un sótano, ¿no? Van hacia abajo- le digo
con un tono que denota en cierta medida algo de sorna.
-Muy aguda. Si es un sótano. Pero ese sótano
conduce a un tesoro.
-¿Un tesoro? ¿Quiere quedarse conmigo? Un
tesoro como el de los piratas, con joyas y doblones de oro- digo para terminar
la frase con una sonora carcajada.
-No. Un tesoro de líquido, de espumoso y
refrescante líquido dorado. Del mismo color que el oro, pero mucho más
codiciado.
-No estará usted hablando de…
-De cerveza- me corta el viejo terminando mi
frase, con un tono de voz mucho más bajo del que estaba utilizando hasta ese
momento.
-Eso es imposible, no hay ningún local que
venda cerveza, ya no solo en esta ciudad, ni siquiera en el país, ni tan
siquiera fuera de las fronteras. Es ilegal y no solo eso, además hace más de
una década que se agotaron los últimos suministros- con forme voy terminando la
frase, sin saber muy bien porque, tal vez contagiada por la expresión de mi
interlocutor, voy bajando la voz, hasta convertirla casi en un susurro.
-Créeme chiquilla, éste tipo a conseguido
apoderarse de las última remesas que puede que haya en el mundo. Es por eso que
debes aceptar mi palabra cuando te digo que es realmente peligroso. Hará
cualquier cosa por no perder el poder que ese tesoro le otorga, el poder es
superior a las ganancias económicas que le pueda aportar la venta de la
cerveza. Tiene a todos los grandes hombres de la ciudad y de más allá de las
fronteras a sus pies.
Yo
sigo cada palabra que sale de la boca del viejo con suma atención y éste, al
sentirse escuchado se anima y continúa hablando.
-Recuerdo que al comienzo, cuando nadie le
conocía aún… Bueno ahora tampoco le conocen o al menos nadie sabe cómo es
físicamente… Digamos que fue antes de que consiguiera hacerse un nombre. Hubo
un tipo, uno que llegó con una de esas últimas remesas de marines que desembarcaron
en la ciudad, después de acabar la “Gran Guerra”, para ocuparse de las misiones
de reconstrucción, que no se tomó en serio las advertencias de que era
peligroso dejar a deber cerveza a “Ice”.
Bueno pues en resumidas cuentas la que se tomó esa noche, fue la última cerveza
que probaron sus labios y lo último de cualquier otra cosa. El tipo recibió tal
paliza, que ahora solo tienen una forma de alimentarlo en el hospital naval,
mediante una sonda.
-Vaya- Digo en voz alta intentando no
parecer muy incrédula.
-Sé de otro tipo. Ese ni siquiera se metió
con el suministro de cerveza. Solo tuvo la mala suerte de toparse con el
almacén dónde “Ice” guarda el
preciado líquido y sus matones se ocuparon de que el pobre infeliz deseara
haber nacido sin ojos. Así al menos habría podido ahorrarse el sufrimiento de
que se los sacaran de las cuencas con una navaja oxidada. De propina le
cortaron la lengua. Ni siquiera tuvieron la decencia de matar al pobre
desgraciado.
-Y todo por la cerveza…- no sé muy bien que
tono pretendía darle a esas palabras antes de pronunciarlas, pero con forme
salían de mi boca, me parecían más una recriminación que una pregunta.
-Tú no lo entiendes, eres joven, tal vez no
tuviste ocasión de probarla en los buenos tiempos. Yo aún recuerdo la sensación
de llegar a casa después de un largo día de trabajo bajo el sol abrasador.
Abría la nevera, cogía el botellín de mi marca de cerveza favorita, lo liberaba
de la chapa de latón que protegía todo su sabor, cogía un vaso y mientras vertía
el licor de cebada, iba viendo como se formaba la espuma alrededor del dorado
borde. Cuando por fin el líquido llegaba a mis labios y bajaba por mi garganta era
algo indescriptible. Ese sabor amargo, tan especial, era un elixir refrescante
difícilmente comparable a cualquier otra cosa.
-Vaya, realmente le gustaba la cerveza- le
digo con un tono que pretendo demuestre en cierto modo algo de admiración
-Me gustaba no, me gusta. La cerveza no
puede dejar de gustarte. Es más ¿Hay alguien a quién no le guste?
- A mí no me gusta- le suelto tajante.
-¿Qué? Debes estar bromeando o es que
realmente no la has probado nunca.
-Sí, sí la he probado y no me gusta, me
parece que tiene un sabor desagradable, no me gusta.
El
viejo me mira cómo si me hubiera vuelto loca o cómo si de repente yo hubiese
empezado a hablar en un idioma que él desconocía. De pronto mira el reloj que
hay sobre una de las máquinas expendedoras de frutos secos y se gira hacia mí
tendiéndome una mano.
-Bueno chiquilla. Ha sido un placer
conocerte. Te diría que espero volver a verte por aquí, pero verdaderamente me
gustaría que siguieras mi consejo y no volvieras por éste barrio. No me
gustaría que te pasara nada malo.
-Lamento no poder prometerle que no volveré,
así que supongo que si nos veremos por aquí otra noche.
El
anciano hombre se levanta de su taburete y se dirige hacia la puerta. Traspasa
la cortina de finas tiras de piedrecitas y alambre y después el portón
principal de madera. Pronto desaparecerá entre la oscuridad de algún callejón en la fría y solitaria madrugada.
Durante
las horas siguientes, el antro se va vaciando. A última hora solo quedan los
bebedores más rezagados y uno de los perdonavidas que defienden la entrada al
sótano y el camarero se dedican a avisarles de que es la hora de cerrar y de
que tienen que salir del local. El otro gorila ha bajado al sótano a ver si hay
alguien por esa parte del bar, aunque sea bastante improbable, pues los
clientes que pueden permitirse el acceso a esa zona, hace horas que abandonaron
esta parte de la ciudad.
Son
las 6:00 a.m y solo quedo yo en “La
Guarida”, junto con los tres trabajadores. Los primero rayos de sol ya
empiezan a colarse por las rendijas de la puerta y por los huecos mal pintados
de las ventanas. Por el espejo de la barra, veo que los dos matones vuelven a
estar en su sitio, como dos estatuas, uno a cada lado del marco que da al
sótano, el camarero que está terminando de barrer el suelo se me acerca
sigilosamente por la espalda. Noto un suave golpe en el brazo, cómo si no
quisiera molestar y me dice:
-Jefa, ya se han ido todos y he cerrado la
puerta. Cuando quiera podemos bajar al sótano para hacer el inventario y
revisar la caja.
-De acuerdo “Ryder”, adelántate tú. Enseguida bajo.
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